↔️ Consumir cooperando: historia y desafíos del cooperativismo de consumo en la Argentina
Este análisis se basa en el artículo de C.R. Mason y C.R. Zoppi sobre el cooperativismo de consumo en la Argentina. Recorre su historia, sus logros, dificultades y su vigencia actual como herramienta colectiva para acceder a bienes esenciales
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Editorial
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Fuente: Foto Empresas & Cooperativas
El artículo de Mason y Zoppi nos introduce en un aspecto muchas veces olvidado del movimiento cooperativo: el cooperativismo de consumo. En un país como Argentina, donde las formas asociativas han sido históricamente más visibles en sectores como la producción agraria, la vivienda o los servicios públicos (eléctricos, telefónicos, etc.), hablar de cooperativismo de consumo es poner el foco en una dimensión profundamente política del acceso a los bienes esenciales y en la democratización del mercado.
La propuesta del artículo no es simplemente descriptiva; busca recuperar una experiencia histórica rica en tensiones, fracasos y logros. Pero, sobre todo, plantea que el consumo no es un acto individual, sino una práctica social que puede ser organizada colectivamente para garantizar derechos, combatir la especulación y disputar sentidos en torno a la economía.
Origen y expansión: de Europa a la Argentina
El texto sitúa el origen del cooperativismo de consumo en la Europa del siglo XIX, específicamente en la experiencia fundacional de los “Rochdale Pioneers” en Inglaterra, que definieron principios fundamentales como la venta de productos de buena calidad a precios justos y el retorno de excedentes a los socios.
Estos principios cruzaron el Atlántico y llegaron a América Latina, donde encontraron terreno fértil en contextos marcados por crisis, desigualdad y escasez. En la Argentina, el cooperativismo de consumo comenzó a desarrollarse a fines del siglo XIX, en un contexto donde la clase trabajadora, muchas veces compuesta por inmigrantes europeos, traía consigo las ideas del mutualismo, el sindicalismo y la cooperación.
Mason y Zoppi subrayan que, desde el inicio, estas experiencias estuvieron profundamente marcadas por una búsqueda de autonomía frente al capital y por una dimensión educativa: las cooperativas de consumo no solo vendían productos, también formaban sujetos conscientes y críticos del sistema económico.
La hegemonía del capital y las resistencias cooperativas
Durante gran parte del siglo XX, el sistema capitalista argentino fue moldeando un mercado de consumo atravesado por la concentración económica, la extranjerización y la lógica de la ganancia a corto plazo. Frente a eso, las cooperativas de consumo —como Cooperativa El Hogar Obrero, una de las más importantes del país— buscaron ofrecer una alternativa.
El artículo reconstruye cómo estas cooperativas desarrollaron una infraestructura propia (almacenes, panaderías, fábricas, centros de distribución) para garantizar el acceso directo de los socios a productos básicos. Es decir, evitaron a los intermediarios, regularon los precios y democratizaron el acceso a los bienes de consumo, en una lógica que podemos llamar de “soberanía del consumidor organizado”.
Pero estas iniciativas también chocaron con los poderes fácticos del mercado. En muchos casos, los grandes comerciantes y distribuidores vieron a las cooperativas como una amenaza y presionaron —mediante lobbies o alianzas con gobiernos de turno— para limitar su crecimiento. La experiencia cooperativa, entonces, no fue solo económica: fue política y confrontativa.
Los límites del modelo y las tensiones internas
A pesar de sus logros, el artículo no idealiza al cooperativismo de consumo. Señala con claridad sus tensiones internas: la profesionalización de los dirigentes que muchas veces se alejaban de las bases, los desafíos de gestionar grandes estructuras sin caer en la lógica empresarial clásica, y la fragilidad financiera frente a crisis macroeconómicas.
Además, el cooperativismo de consumo, a diferencia de otras ramas del movimiento cooperativo, no logró tejer redes tan robustas de articulación política. Mientras las cooperativas agrarias o de servicios contaron con federaciones fuertes y representatividad nacional, las de consumo quedaron más fragmentadas, muchas veces aisladas o subsumidas por otras formas organizativas.
Mason y Zoppi advierten que esta debilidad política impidió que el cooperativismo de consumo se consolidara como una verdadera alternativa sistémica en el país. Y que, incluso en los momentos de auge, no logró romper del todo con la lógica del mercado capitalista, reproduciendo en algunos casos prácticas similares a las de los supermercados privados.
Crisis, neoliberalismo y desaparición de referentes históricos
El capítulo más oscuro de esta historia lo marca el avance del neoliberalismo en las décadas de 1990 y 2000. Las privatizaciones, la desregulación del mercado y la apertura indiscriminada a las importaciones golpearon fuertemente a las cooperativas de consumo. Muchas quebraron. Otras fueron absorbidas o convertidas en empresas “mixtas” que perdieron su carácter asociativo.
El caso emblemático que presenta el artículo es el de El Hogar Obrero, que en su apogeo llegó a tener más de 700.000 socios y una red impresionante de servicios. Esta cooperativa fue una de las principales promotoras del consumo organizado, con prácticas que incluían la venta de alimentos, la provisión de materiales de construcción, y hasta la construcción de viviendas propias.
Sin embargo, en los ‘90, esa experiencia fue desmantelada por decisiones erráticas, deudas acumuladas y un contexto hostil. Lo que queda hoy son recuerdos y, en algunos casos, pequeños núcleos que intentan reconstruir lo perdido.
Actualidad y potencial del cooperativismo de consumo
En las últimas páginas, Mason y Zoppi abren una ventana de esperanza. Señalan que, a pesar del retroceso, el cooperativismo de consumo sigue siendo una herramienta potente en contextos de crisis, inflación o escasez. De hecho, mencionan experiencias contemporáneas que, sin retomar directamente el nombre “cooperativa de consumo”, practican lógicas similares: ferias de la economía popular, nodos de consumo responsable, agrupaciones de compras comunitarias.
Estas nuevas experiencias —muchas veces impulsadas por organizaciones sociales, universidades o movimientos territoriales— reactualizan el espíritu del cooperativismo de consumo. Lo hacen desde abajo, con otra escala, pero con la misma idea: que consumir puede ser un acto político.
El artículo cierra con una invitación clara: recuperar la memoria histórica del cooperativismo de consumo para proyectar su vigencia en el presente. En un mundo donde el acceso a los alimentos, la vivienda y la energía se ha vuelto una de las principales fuentes de desigualdad, organizar el consumo desde la cooperación puede ser una forma de construir autonomía, comunidad y justicia social.
Hacia una pedagogía del consumo
Este texto de Mason y Zoppi no solo informa, también interpela. Nos dice que el consumo no es neutral, que no da igual dónde compramos, cómo lo hacemos y con quién. Que detrás de cada acto de consumo se esconde un sistema de valores, relaciones sociales y disputas de poder.
El cooperativismo de consumo aparece, entonces, como una posibilidad concreta de transformar la economía cotidiana. No como una utopía lejana, sino como una práctica construida históricamente en el país, con logros y fracasos, pero siempre con la convicción de que otra forma de consumir —y de vivir— es posible.
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