🔪 Pobreza, aumentos y jubilados: ¿una pena de muerte en cuotas?
Carme Acuña, jubilada, ex-legisladora y referente de la Unión de Usuarios y Consumidores en San Francisco, alerta sobre el drama silencioso que atraviesan miles de adultos mayores en Argentina. Entre la falta de medicamentos, los alquileres impagables y un sistema que los margina, se pregunta: ¿los quieren dejar morir?
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Editorial
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Fuente: Foto de C.A.
El primer derecho: seguir viviendo
En los márgenes del sistema, lejos de las estadísticas oficiales y de los discursos de campaña, hay una realidad silenciada que cada vez golpea con más fuerza: la de los adultos mayores pobres y solos. No hablamos de abstracciones, sino de personas que deben elegir si comer, medicarse o pagar el alquiler. Carmen Acuña, jubilada y actual referente de la Unión de Usuarios y Consumidores Filial San Francisco, no necesita estadísticas para explicarlo. Lo ve todos los días.
“Hoy estar jubilado y ser pobre es una condena. La mayoría toma entre tres y cinco medicamentos, y ya no tienen cobertura. Ni siquiera los protectores gástricos. ¿Cómo van a sobrevivir?”, pregunta con voz firme. En su rol como directora de un hogar de adultos mayores con 18 años de trayectoria, el deterioro lo vive en carne propia.
Relata con precisión quirúrgica los casos que acompañan desde la organización: ancianos que ya no pueden pagar el alquiler, que viven con pensiones por debajo de los $300.000 mientras los alquileres superan los $350.000, que deben afrontar tratamientos psiquiátricos o controles oncológicos sin ayuda, sin contención familiar, sin red. “Una señora me dijo: me tengo que ir a vivir a la calle”, confiesa Carmen.
Una salud que se niega
El punto más desesperante tiene nombre propio: medicación. Carmen no habla de casos aislados, sino de una política que excluye. “Yo tengo que gestionar la PENAC para una paciente. Cuesta 250 mil pesos. ¿Quién puede pagar eso con una jubilación mínima?”, se pregunta. Y advierte: “Sacaron casi todos los medicamentos del 100% de cobertura. Especialmente los psiquiátricos”.
En tiempos donde la salud mental gana terreno en los discursos públicos, se retiran del alcance popular los fármacos esenciales para tratarla. La trampa es cruel: si el jubilado tiene una propiedad a nombre de un familiar, una herencia aún no recibida o cualquier bien menor, el sistema lo penaliza negándole el medicamento. “Es por H o por B, pero no te están dando lo que necesitás. Y eso, te puede matar”, resume.
Además, señala el colapso del sistema PAMI en San Francisco: solo tres empleados atienden a cientos de personas por día. Sin director designado, sin jerarquía administrativa, sin herramientas. “Los trabajadores hacen lo que pueden, pero la demanda los desborda. Las personas mayores tienen que ir y venir diez veces para un trámite. No puede ser”, insiste Carmen.
Comer o medicarse: el dilema cotidiano
La pregunta que sobrevuela la entrevista es brutal por su simpleza: ¿cómo se sobrevive a la vejez sin dinero? Carmen responde desde el llano: “Los abuelos tienen que optar entre comer, pagar el alquiler o tomar su medicación. Estamos peor que en el 2001”.
El relato está cargado de ejemplos: personas que ya no pueden ir al médico, que evitan controles por miedo al gasto, que acuden a turnos médicos que cuestan $10.000 o más. Algunas especialidades, como oftalmología, superan los $20.000. “¿Quién puede pagar eso? ¿Quién sobrevive a eso?”, se pregunta.
Aun así, rescata algunos gestos. “He visto especialistas que cobraban 10 mil y bajaron a 3 mil. Se pusieron la mano en el corazón”. Pero son casos aislados, excepcionales, incapaces de compensar un sistema que los abandona.
Redes comunitarias, burocracia y abandono estatal
En medio de este panorama, lo que sostiene la vida son las redes. Pequeñas, informales, sostenidas por el esfuerzo cotidiano de personas como Carmen. “Desde la Unión ayudamos a hacer trámites. Pero no damos abasto. Hay mucha gente sola, sin hijos, sin familia. Nosotros los acompañamos, pero no alcanza”.
La comunidad organizada intenta hacer frente a lo que el Estado ya no garantiza. “Hay un pequeño grupo de jubilados que se junta, pero falta articulación”, advierte. La Defensoría del Pueblo hizo algunas visitas, y desde el hospital provincial aún se entrega medicación psiquiátrica sin interrupciones. Pero el resto de la estructura institucional está rota o ausente.
A nivel municipal, la asistencia pública cubre algunos remedios, pero el proceso sigue siendo lento y discrecional. “El municipio cubre algo, pero no alcanza. Y la provincia... lo poco que funciona es por la voluntad de los trabajadores, no por una política integral”.
¿Una política de exterminio silenciosa?
La frase es dura, pero inevitable: ¿los quieren dejar morir? Carmen no la pronuncia como consigna política, sino como una deducción lógica frente al abandono estructural. “A esta altura parece que quieren que desaparezcamos”, dice sin titubeos. Y no se trata solo de negligencia: es la consecuencia de decisiones políticas deliberadas que priorizan el ajuste por sobre la vida.
La vejez, en este contexto, se convierte en una etapa de sufrimiento y exclusión. La soledad, la enfermedad y la pobreza se entrecruzan para imponer una especie de “pena de muerte en cuotas”. No hay paredones ni verdugos: hay listas de espera, trámites eternos, formularios web imposibles para un jubilado sin internet.
El derecho a envejecer con dignidad
Más allá de la denuncia, Carmen también propone. “Sería importante que surja un programa municipal de promotores comunitarios de adultos mayores. Gente de confianza, con formación, que acompañe, que esté cerca. Porque hay muchos que no pueden ni salir de su casa, y a veces tienen que dejar documentos en manos de desconocidos”.
Su mensaje final es claro, sereno, pero urgente: “Pido más empatía. Que la sociedad mire a su vecino, que acompañe. No digo que se hagan cargo, pero que acompañen. Hay muchísimos abuelos solos. No están pidiendo plata. Están pidiendo humanidad”.
La muerte no es un trámite
En un país que se jacta de sus redes de contención, de sus políticas de salud pública y de su tradición de justicia social, dejar a los jubilados en el abandono es una forma de violencia. Hoy, la voz de Carmen expresa, acompaña y gestiona por su comunidad. Pero también interpela. Nos obliga a mirar esa vejez que el sistema quiere esconder: la de quienes dieron todo, y hoy no tienen nada. La de quienes enfrentan la última etapa de la vida con miedo. La de quienes sobreviven donde otros ya se rindieron.
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