En un mundo diseñado desde la abstracción y gobernado por lógicas de control, los márgenes se convierten en territorio fértil de resistencia.
Autor
Felix Vera
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Fuente: Elaboración mediante I.A.
En los márgenes, donde la precariedad configura la vida y no rigen los dogmas de los poderosos ni los discursos que ordenan el mundo desde la abstracción, surgen voces que se rehúsan ser silenciadas. Allí, el arte se alza como grito, el mito como abrigo y el ritual como un instante suspendido donde el tiempo deja de obedecer.
Los que deciden lo que otros deben vivir, lo hacen desde torres de control, como si jugaran una partida en un tablero virtual. Calculan presupuestos, metas y estadísticas, sin escuchar el crujido de un estómago vacío, el frío de una casa sin calefacción, la espera interminable en un hospital público. Para ellos, el mundo es un lienzo abstracto donde todo puede medirse, pero nada se siente en carne propia.
Los que habitan los márgenes, no eligieron esa posición, sino que fueron empujados allí por prioridades que los excluyeron. Sin embargo, su existencia no es pasiva, porque resisten, inventan, crean. En el día a día, protegen un fuego que no se apaga: un poder latente que no puede ser gobernado ni simulado.
El arte, en este contexto, no es ornamento ni espectáculo. Es un puente, es una denuncia, es memoria viva. Brota en una pared descascarada, en un verso cantado a pulmón, en una danza que desafía el olvido. Es un lenguaje que no pide permiso, que nombra lo que otros no quieren escuchar. Como un coro invisible, el arte en los márgenes transforma la herida en canto colectivo, y exige ser visto por quienes se empeñan en mirar hacia otro lado.
Los mitos también habitan esos territorios. No como cuentos antiguos, sino como mapas que orientan en la tormenta. Nacen de luchas, de gestos compartidos, de memorias comunitarias que no están escritas en libros, sino en la piel de un barrio, en la leyenda de una madre que resistió un desalojo, en el relato de quienes no se rindieron. Son constelaciones que guían cuando todo lo demás falla. Son refugios donde la esperanza encuentra eco.
Y el ritual es el punto de confluencia; es ese instante donde el tiempo se suspende y la comunidad se afirma. Pintar un mural, marchar reclamando derechos abolidos, conmemorar a los ausentes. Cada acto es una ceremonia que teje lazos, que transforma la soledad en unión y la desesperanza en fuerza. No se trata de folclore ni de formalidad, se trata de existencia. De afirmar que estamos aquí, que nadie es una cifra, un porcentaje ni un residuo.
En esos rituales, el poder se ve confrontado, porque no puede domesticarlos, porque no caben en su lógica binaria. Entonces intenta reprimirlos, disciplinarlos, neutralizarlos. Porque en realidad, lo que no controla lo teme.
Pero en los márgenes la paciencia es fuerza. La solidaridad, el arte, el mito y el ritual siguen latiendo como un tambor que no se calla.
Son expresiones profundamente humanas, imposibles de capturar en una planilla. Y por eso mismo, son capaces de perturbar la supuesta armonía de los que los que intentan callar.
Allí, donde la exclusión pretende imponer silencio, los márgenes no retroceden, sino que insisten, porque no son carencia, son consecuencia. No son exceso, ni la parte que falta, es lo que siempre estuvo, aunque se haya intentado borrar. Tampoco no le hace falta permisos. No necesitan romper cercas ni vallas, porque ya habitan la misma realidad que los poderosos que intenta tratarlos como residuo.
Pero ese residuo piensa, crea, resiste. Y tarde o temprano —le guste o no al poder— se impondrá como cultura.
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