En tiempos de discursos binarios, dogmas virales y gurúes de certezas instantáneas, la democracia tambalea ante la tentación de soluciones fáciles. Félix Vera propone una reflexión cruda y lúcida sobre la descomposición del pensamiento crítico en una sociedad agotada, atrapada entre el eco digital y el deseo de alivio inmediato.
Autor
Felix Vera
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Percibo que vivimos en una época donde el saber, el conocimiento profundo, ha perdido su valor, o lo que es peor, se ha degradado, transformándose en un check-list que encontramos en algún post de internet. Poco importa quién lo escribió, su autoridad o la solidez de sus argumentos, tampoco. Lo crucial es que es viral, y no solo eso, sino que se parece o es idéntico a lo que uno piensa. No puede fallar. Aunque este atajo, esta búsqueda de eficiencia, no otra cosa que el caldo de cultivo de la simplificación binaria y el sesgo de confirmación.
La lógica binaria, la que solo pueden existir dos estados posible (blanco/negro, verdadero/falso, bueno/malo, boca/river, Dios/nada) sin admitir matices, reina en nuestro discurso público y privado. Esta ausencia de complejidad, esta negación de lo real, solo puede prosperar en un entorno donde la sociedad, agotada, busca atajos para procesar una realidad abrumadora.
Y vamos a un caso reciente. El principio del tercero excluido, una herramienta lógica, se arquea y se aplica rígidamente a fenómenos que, por su naturaleza, son complejos y matizados, como el sexo biológico. La existencia de la intersexualidad es una prueba fehaciente de que la naturaleza no se rige por dicotomías perfectas, pero la conveniencia y el dogma obligan a que se impongan, forzando la realidad a encajar en moldes binarios. La pseudointelectualización del discurso se vale de esta treta, buscando imponer un juego de suma cero donde la ganancia de uno es la aniquilación del saber del otro.
Mi "desesperanza" nace de observar la proliferación de estos individuos con inmensas habilidades sociales que se erigen en "gurúes" mediáticos. Desde la autoridad que les otorga un micrófono o una cámara, construyen y difunden sus convicciones, casi siempre atravesadas por algún dogma. Estos discursos no buscan el conocimiento, sino la hegemonía, una perversión del liderazgo intelectual que Gramsci ya describió hace mucho, pero mucho tiempo. No hay interés en el debate o en la verdad compleja; solo en la consolidación de la narrativa.
El público, sediento de certezas no es ingenuo; es un público carenciado, exhausto por las frustraciones, los malos resultados, las adversidades, la falta de acceso a bienes y servicios básicos, y la desolación de no poder construir una vida digna. Su apuro por encontrar alivio, sumado al instinto de supervivencia, los vuelve presa fácil. Cuando un "gurú" ofrece certezas simples y calma, aunque sea por un instante, esa "verdad" se asienta.
Para este público, por lo general, sin formación académica o con problemas de comprensión por una educación precarizada, la pseudointelectualización del discurso es particularmente peligrosa. Los "gurúes" citan conceptos complejos como ontología o epistemología, e invocan figuras históricas como Aristóteles o Santo Tomás de Aquino, no para educar, sino para intimidar intelectualmente y legitimar sus falsos conocimientos.
Estos discursos, que casi siempre esconden una ideología, apelando a las dicotomías, la justicia o la libertad, buscan un enemigo inventado o real, agitando a los feligreses. Esos líderes no dan órdenes directas, sino que, de forma irresponsable, incitan a la acción, a la violencia, exponiendo a sus seguidores a cometer barbaridades. El intento de magnicidio en Argentina, precedido por actos de violencia simbólica y luego justificado por algunos “comunicadores” en los medios masivos de comunicación como un "simulacro", obviando deliberadamente desde dónde surge esta acción (autores intelectuales, el discurso de odio), es una prueba palpable de hasta dónde puede llegar esta dinámica.
El "mito de la caverna" de Platón cobra hoy una nueva y terrible relevancia. Vivimos encadenados en burbujas de eco digital, creyendo que las sombras proyectadas en la pantalla son la única realidad. Las verdades simplificadas y dogmáticas, amplificadas por los algoritmos y la conveniencia de unos pocos, nos impiden ver la luz de la complejidad y el matiz. Salir de esa caverna exige mucho tiempo, esfuerzo y la voluntad de confrontar frustraciones y desilusiones, a veces, de las que nos cuesta admitir.
Esta dinámica de los discursos sobrecargados de ideología y atravesados por la mora, todo simplificado en dos opciones posibles, la democracia misma se debilita.
Es cierto, nuestra democracia no ha podido o no ha sabido dar respuestas a las necesidades de los ciudadanos, al no ofrecerles un sentido de prosperidad, por lo que se ha creado este estado de incertidumbre angustiante en la que a todos nos toca vivir.
Si la democracia no funciona, la lógica binaria nos sugiere una salida fácil: probemos con otra cosa. Este abandono de la razón, esta búsqueda de soluciones mágicas en el caos, es el caldo de cultivo donde nada bueno puede florecer.
La única estrategia que, creo, funciona, es apelar al pensamiento crítico, ese que nos obliga a la corroboración de las afirmaciones en otras fuentes. Si, lo sé, es tedioso, es sumar una responsabilidad más, pero, ¿quién joraca puede exigir ese tiempo y ese esfuerzo a una población que apenas sobrevive y se aferra a cualquier atajo ofrecido por la lógica binaria?
Lo cierto, y lamentable, es que en este caos, el pensamiento crítico no es solo una sueño impracticable; es una exigencia cruel para quienes, habiendo perdido casi todo, se aferran desesperadamente a la esperanza de una certeza, por muy falsa que esta sea.
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